Soy fan de la fotografía desde siempre. De la fotografía en general y de los selfies en particular. Lo era mucho antes incluso de que decidiésemos adoptar el anglicismo, convertirlos en la palabra del año o en una moda que, muchas veces, parece que se nos está yendo de las manos.
Me gustan los selfies, los de los otros, porque me ayudan a conectar con sus experiencias. Y me gustan los selfies, los míos, porque me facilitan el recuerdo y me permiten revivir los momentos felices con gran facilidad.
Hay quien dice que mejores recuerdos de una vida se guardan en la memoria, y eso es cierto. Tan cierto como que la memoria a veces es perezosa, otras veces falla y algunas, las más tristes, llega incluso a perderse por completo. Entonces…¿por qué no ayudar a nuestra memoria con algo tan simple como una fotografía? Y, sobretodo, ¿por qué no hacer algo que -con certeza- a la larga nos hará sentir felices?
Enfrascar momentos…capturar sensaciones…ir llenando el plan de pensiones de nuestra felicidad y tenerlo a mano para poder recurrir a él siempre que lo necesitemos. Decía Rojas Marcos en «Nuestra incierta vida normal» que «las personas que tienden a guardar y evocar preferentemente los buenos recuerdos, los éxitos del ayer, las relaciones o la experiencias enriquecedoras, suelen gozar de confianza en el presente y en el futuro». Y yo le creo.
Y todo esto venía a cuento de algo, los selfies, sobre los que Antonio Ortiz escribió un fantástico artículo para Teknautas en El Confidencial titulado «Selfie, una historia de amor odio«. Os lo dejo a continuación:
He despreciado los selfies durante años. De hecho ya los odiaba antes de que estuviese de moda tratarlos con desdén. Participaba sin saberlo en el lugar común con el que se ha observado el fenómeno desde mi generación: menosprecio por el exhibicionismo, por las ínfulas de importancia de la gente, por la esclavitud a la que (entendía), se somete el personal para exhibir su cuerpo y esperar valoraciones de otros, hasta por la adopción del anglicismo frente al muy válido autofoto.
El caso es que de un tiempo a esta parte he empezado a caerme del caballo, comenzando por la terminología. He comprado el uso de selfie en lugar de autorretrato porque el selfie no lo es en cuanto a obra fotográfica, lo es en cuanto a dónde se exhibe y cómo se utiliza. Al igual que en la disquisición filosófica, el selfie (me niego de momento a lo de “selfi”), no existe si nadie lo ve. Lo es sólo si se comparte, si se bombardea a amigos, contactos o desconocidos. He ahí lo particular del fenómeno.
Con el tiempo he entendido que los selfies no van sólo de hacernos retratos a nosotros mismos, ni de usar un palo, un móvil o una cámara. Van sobre todo de la búsqueda de conectar con otros usuarios en los medios sociales, virtuales, digitales que parecen acercarnos.
Creo que en gran medida los selfies van sobre nuestra búsqueda de dar la vuelta a la contradicción digital, la de unos medios que aparentan conectarnos y acercarnos pero que por su propia naturaleza no pueden sino resultar una imitación del contacto genuino. Por eso funciona no mostrar lo que ven nuestros ojos sino el reflejo del espejo que tendríamos enfrente.
La mayoría de las veces el selfie no es sólo el retrato. Es el sujeto haciendo algo, en algún sitio, en algún momento. Es un camino de comunicación de la experiencia. Porque cuando queremos comunicar que estuvimos en Paris es eso lo que queremos contar: nosotros en París. No la torre Eiffel, no Montmartre o el Sena. Nosotros en ellos.
Somos animalitos que funcionamos así, respondemos más a rostros que a letras o paisajes o sonidos; empatizamos más cuando vemos la cara de con quién nos estamos comunicando. Si es así (y parece que lo es), es posible que el selfie tenga una labor balsámica: que en internet, en las apps o en los móviles al vernos alcancemos a ver personas de carne y hueso y no objetos a los que machacar, humillar, vilipendiar, utilizar para nuestros memes y nuestras bromas que nos hacen populares durante segundos en otra búsqueda de fama y reconocimiento.
Pero el selfie es también un síntoma de la psicosis de nuestro tiempo, de la búsqueda de fama, de comprar la sensación de que tenemos seguidores, gente que quiere vernos en cada momento, que se muere por captar instantes de nuestra vida como si fuésemos Cristiano Ronaldo o la Pedroche. Una lucha denodada contra lo que escribía Marías en Tu rostro mañana,
La inmensa mayoría de las cosas sólo ocurren y no hay ni hubo nunca registro de ellas, aquello de lo que nos llega noticia es una porción infinitesimal de lo acontecido. La mayoría de las vidas y no digamos de las muertes, nacen ya olvidadas y no dejan el menor rastro, o se hacen desconocidas al cabo de un poco de tiempo, unos años, unos decenios, un siglo. Y eso es en realidad muy poco tiempo.
Los adolescentes han hecho de la autofoto en Instagram o en Snapchat, su propio lenguaje. Estoy convencido de que esta no es toda la verdad. Creo que los adolescentes han hecho de la autofoto en Instagram o en Snapchat su propio lenguaje, la forma de comunicarse con sus amigos, como otras generaciones hicieron suyo el teléfono fijo y otras la carta. Y, sospecho, su aparición en las fotos no es en puridad más egocéntrica que cuando mi hermana se encerraba en la habitación y hablaba durante una hora sobre cada aspecto del yo adolescente ante la angustia económica de mi padre.
Es por eso que esta vez quiero apostar a que los selfies no son una triste y fútil persecución de la popularidad hueca en redes sociales, de la constatación de que todo es vanidad. Si alguien quiere luchar contra el olvido, quiere permanecer, siquiera acercarse a un contacto que podría llamarse humano, ¿por qué odiarlo?
Y es por eso (entre otras muchas cosas) que no odio los selfies. Lo de los palitos de los selfies ya es otra historia. Pero eso lo dejamos para otro post. O no.
(*) Los diseños de este son de Amanda, The Gestian Poet
.